Las once menos diez.
Sus ojos se quedaron mirando el reloj un buen rato.
Como si su mente estuviera despertando y le costara darse cuenta de quien era y
de donde se encontraba.
Lentamente, se incorporó sobre la cama, los ojos
medio abiertos. Era incapaz de abrirlos del todo de momento, por la ligera
hinchazón que sufrían siempre al llegar la mañana.
Bostezó una vez. Y otra vez mas. Se estiró y se pasó
la mano izquierda por el pelo. Después se frotó ligeramente los ojos.
¿Qué iba a hacer ahora?
Cada mañana se preguntaba lo mismo. Llevaba años,
décadas, aburriéndose.
Ya había intentado todo lo que creía posible para
intentar distraerse, engañar al aburrimiento que parecía haberse adueñado de su
ser y hacerse mas fuerte según pasaban los días.
Y le costaba cada día mas moverse, salir de su casa,
hacer cosas.
La televisión ya no la divertía, había leído todo lo
que podía ser leído y no era capaz de hacer nada con sus manos.
Todo el día se quedaba sentada en el sillón de la
esquina del salón. Sin saber que hacer.
Era consciente de que nadie iría a verla, estaba
sola. Sin familia, sin amigos.
Le echó una ojeada al reloj.
Las once menos diez.
De repente se acordó de algo que había oído de joven
y que le había parecido totalmente absurdo en aquel momento.
“El tiempo no pasa para los viejos. Es como si se
detuviera.”
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