Paseaba tranquilamente por ese parque, como cada
tarde.
Hacía frio, y el viento soplaba fuerte. Se abrochó
el abrigo y se encogió de hombros.
Cuando una ráfaga repentina le llegó a la cara,
cerró los ojos para intentar protegerse, pero fue inútil, algo se le había
metido en el ojo. Se paró y se quedó inmóvil un segundo, antes de intentar
sacarse el polvo que se le había infiltrado en el ojo. Logró deshacerse de esa
partícula molesta y retomó su paseo diario.
Curiosamente el viento se había calmado, y el sol
brillaba más que nunca.
Estaba llegando a una parte del parque bastante
desierta, casi siempre se encontraba solo en ese sitio.
Según iba avanzando, los pensamientos se mezclaban
en su mente. Pensaba en lo que había comido esa mañana, en la última vez que
abrazó a su madre, en el sol que le calentaba la nuca, en el porque de su
malestar…
Oyó pasos a sus espaldas. Pasos que iban
acercándose. Acercándose rápidamente. Pero no parecían pasos amenazadores, más
bien parecían los pasos de un viejo amigo que al verte se acerca
apresuradamente para saludarte y darte un abrazo.
Iba a darse la vuelta para ver a quién pertenecían
tales pasos cuando sintió unas manos sobre su espalda, dándole un fuerte
empujón.
Sintió su cuerpo cayéndose hacia delante, vio el
suelo acercarse de su cara, y cerró los ojos a la espera del choque.
Pero el choque no llegaba.
Abrió los ojos y lo que vio le dejó sin voz. Se
encontraba en un agujero. Un agujero sin fondo.
Cayendo sin fin.
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