Se detuvo un corto instante y echo una mirada por
encima de su hombre izquierdo, pero no vio más que una profunda oscuridad.
Luchó contra todas las fibras de su cuerpo que la
empujaban a correr, e intentó andar lo más naturalmente posible, hacia la
derecha.
Hasta que ya no aguantó más y sus piernas volvieron
a llevarla a toda carrera hacia delante –¿acaso era eso “hacia delante”?-.
Esa desagradable sensación no desaparecía, hiciera
lo que hiciera. Se hizo más fuerte aún, ¿porque no lograba tomar inspiraciones
más profundas? Se golpeó el pecho, intentando liberarlo de un peso invisible,
pero de poco sirvió.
Esta vez giro a la izquierda esperando llegar a
algún sitio, en vano. No se atrevía a retroceder, así que intento dirigirse
hacia la derecha, hasta que chocó con una fría pared.
Luchó de nuevo, esta vez contra las ganas que sentía
de echarse a llorar.
Después de un buen rato, cansada de correr, y de
sentir esa amenaza invisible pero tan agobiante, se sentó en lo que adivinó ser
una esquina, tan fría como el resto de lo que la rodeaba y la tenía atrapada.
Sin darse cuenta, su respiración se hizo regular,
estaba durmiendo.
Dormida en un laberinto del que sin saber como había
llegado, no volvería a salir jamás.
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